domingo, 28 de febrero de 2016

Viajero frente a un mar de nubes......Roberto Migoya*

Finalista del IConcurso Litteratura de Relato

Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.
FRIEDRICH NIETZSCHE (1844-1900)

Foto: C. D. FriedrichViajero frente a un mar de nubes
¿Y si no encontraba valor para saltar? 
         Me despedí de mi amada mujer y me escabullí con la excusa del paseo diario. Los demás, mis dos hijos, el yerno, la nuera y sus críos, me vigilaron con el brillo del reproche en sus pupilas, pero no hubo un solo comentario inoportuno. Faltaría más, siendo yo la Luperca que amamantaba a esa recua de parientes. La estirpe al completo vivía en mi hogar, todo el país se aferraba a las pensiones como los náufragos de Géricault a la balsa de Medusa. Cada día me costaba más que aquellos seres tan cercanos me dejasen salir solo. A duras penas recordaba ya los nombres de mis nietos pequeños. Incluso esa misma tarde olvidé las llaves y la bufanda. Ni siquiera me importó, no había miedo del clima ni retorno donde yo iba.
         Deambulé largo rato por las calles de mi ciudad. Llegué a la parte más antigua. Admiré sus fachadas renacentistas y barrocas como si fuesen retablos pétreos. Aquellas piedras habían sido testigos mudos de la mayoría de mi vida. Continué. Me agaché y palpé un vetusto adoquín de una plaza medieval. Los pocos transeúntes me espiaron intrigados; yo no reparé en formalidades. Aunque el recuerdo me durase un minuto, quería sentir el paso del tiempo en el tacto gélido de aquel canto, la indiferencia de su ancestral vejez en mis manos octogenarias. Me arrodillé y acaricié el suelo como un demente, era maravilloso notar de nuevo el pasado bajo tus palmas. Alcé la cabeza y lloré. Lloré porque esos edificios me habían visto crecer, formar una familia y desperdiciar miles de horas en crujir la espalda por un triste salario. Lloré porque quizá esa misma tarde o la mañana siguiente o en cuanto me levantara de aquella calzada habría olvidado llorar, y esos monumentos seguirían ahí, erguidos sobre nuestra insoportable levedad.   
         Tuve que patear un tanto hasta el objetivo marcado para esa tarde: el talento del pintor Caspar David Friedrich en forma de exposición itinerante. Me planté cansado, casi sin fuerzas, frente a frente con mi destino. Tomé asiento para admirar el seductor precipicio. Ante mí, un acantilado temible como el manto blanquecino que cubría su hermoso cenit. Ante mí, un cuadro de trazos magistrales, una obra maestra del arte decimonónico y de la sensibilidad inmortal. Al fin comprendí, e imploré por conservar unos minutos mi chaveta inestable, que me diese tiempo para armar mis pensamientos y disolverme con esa naturaleza sublime. 
         Presenciar aquel paisaje siempre fue uno de mis mayores anhelos. Sentir sus armonías primigenias, su conjunción del universo: la naturaleza transformada en divinidad; la vida, en soledad. Aquel eremita en medio de la obra, un punto de fuga estratégico y una huida de lo mundano. Aquel hombre terrenal diluido en un todo cósmico. Aquella figura sin rostro que simbolizaba la perecedera humanidad, mi transmutación trivial en la gloriosa nada.
         Avizoré hacia atrás, hacia mi propia historia. Entendí el porqué de los sinuosos senderos que me habían llevado hacia el borde del barranco. Imaginé situaciones que sabía que nunca existirían para infundirme valor. La escena del lienzo podría servirme de inspiración. Tendría que seleccionar el lugar cuidadosamente. El sitio debería ser bello y a la vez romántico, tan romántico como el óleo de aquel caminante de Friedrich, tan romántico como un suicidio. Elegiría la hora de las fotos en blanco y negro, la hora anciana donde la muerte te envolvía con su gris abrazo. Arrastraría mi mortaja por el paso de piedra que serpenteaba hacia el fin del mundo. Un mundo senil y cada día más amargo por mi degenerativa enfermedad. 
         Allí parado, solitario en aquella sala, meditabundo y abrumado por la inmensidad creativa del genio alemán, contemplé lo espectacular que podía ser el ocaso de un hombre cualquiera, un viajero libre que había recorrido su penúltimo trayecto.
         Una mano tiritona me trajo de vuelta. El apretón afectuoso del brazo me sacó de mis ensoñaciones. Las palabras amables rescataron la realidad de mis fantasías.
         ―Disculpe, señor… El museo va a cerrar.
         El guardia esperó mi respuesta. Me ayudó a incorporarme. Me apeó de la barca estigia con el pasaje pagado. Estudié a aquel muchacho jovial con media existencia por delante, y sólo pude soltar:
         ―¡Ah, la realidad, qué distinta del arte, golpeándote siempre con sus convenciones!
         Él alzó los hombros sin comprender. Y quedó estático y pensativo, disparando ojeadas de mi espalda al cuadro, mientras mis pasos ya se perdían por aquel patíbulo de tablas recién enceradas. Su incomprensión era más que comprensible, porque, para poder entender, no bastaba con echar una ojeada al abismo, el abismo tenía que mirar dentro de ti.



Roberto Migoya Ramos
Nació hace 39 años en Ponferrada (León), donde reside. Licenciado en Historia del Arte por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de León, es escritor y obrero polifacético. Ha sido galardonado en diversos certámenes, y ha publicado más de una quincena de relatos en distintas antologías y libros de cuentos: la antología 150 autores, 150 vivencias (Ediciones Orola, 2013), el libro de relatos solidarios Lo vives, lo cuentas (Fundación Juan Bonal, 2013), el libro de cuentos históricos La voluntad de poder y otros relatos (Ediciones Evohé, 2014), II Certamen de microrrelatos Microrrock (2014), la antología La salud y el bienestar de las mujeres del XIII Certamen de narrativa breve del Ayuntamiento de Valencia (2014), el libro de cuentos eróticos Te veré en el clímax y otros relatos pecaminosos (Pukiyari Editores y Contacto Latino, 2014), la antología de microrrelatos Bocados sabrosos IV (Asociación Cultural de Escritores Noveles, 2014), colaboración para la Revista Literatta (número de Octubre 2014), la antología Facer Españas (Ediciones Orola, 2014), la antología histórica Pax tibi, Nieve sobre el cerezo y otros relatos (Ediciones Evohé, 2015), el libro de microrrelatos Aldaia Cuenta (Ayuntamiento de Aldaia, 2015) y la antología Facer Españas (Ediciones Orola, 2015). Tercer premio en el I Concurso de Relatos Senohi, Semana de Novela Histórica de Quintanar del Rey (2015), sus obras Mirando hacia abajo y A un tiro de piedra se publicaron en Erótica, antología de microrrelatos de Ediciones de Letras (2015), Hijas de Lesbos y Europa en la antología erótica El placer de las curvas y otros relatos pecaminosos (Pukiyari Ediciones y Contacto Latino, 2015). Finalista del II Concurso Litteratura de Relato.

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