Finalista del II Concurso Litteratura de Relato
«¿Qué me queda de ti?», se preguntaba Virginia.
Sentada en el interior del compartimento, observaba el discurrir de las pálidas
montañas al otro lado de la ventana, asfixiadas bajo la calima amarillenta del
verano. Espantados por el traqueteo del tren, los árboles sacudían sus copas
puntiagudas. Los campos habían sido aniquilados por el sol y los cubría ahora
una hierba erizada, pajiza. «¿Qué me queda, salvo estas letras?»
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Con
qué fruición había esperado cada mañana la voz áspera del cartero anunciando el
correo y, sujetándose las faldas, había corrido escaleras abajo con el pecho
incendiado y una sonrisa por todo rostro. Las cartas eran siempre escuetas pero
elegantes, vestidas de una belleza sucinta. Leía las palabras como
saboreándolas en el paladar y en cada giro de cada vocablo presentía el aroma
del escritor; en los puntos y las interrogaciones, encontraba los hoyuelos de
sus mejillas. «Queridísimo Frank. Amado prometido.»
Cuando
la guerra y sus falacias vinieron a llevárselo de su lado, sujetó firmemente Virginia
sus manos de niño grande y, mirándole a los ojos, le suplicó que escribiera. «Cada
día», juró él, «No lo dudes, mi amor; cada día».
La
primera de las cartas, fechada el uno de julio, llegó la segunda semana de
agosto. Describía Frank en ella el camino a través de Italia, el olor de las
campiñas del norte y la cualidad tornasolada de la luz. Poetizaba sobre el amor,
la agonía tan lejos de sus ojos, y Virginia se estremecía al albor del
sufrimiento distante. Pero la segunda de las cartas, fechada el día dos, le
procuró una cierta esperanza y el orgullo de saberse añorada, rememorada entre
pinares y viñedos. Así un día tras otro durante los treinta y uno del mes de
julio. Cada mañana las traía el cartero y cada tarde lloriqueaba ella, extasiada.
«Todos
los días», pensaba ahora Virginia, mientras el tren atravesaba los campos
macilentos, «todos y cada uno de ellos».
A
finales de septiembre, cuando a Londres le tiritaban los primeros fríos y una
neblina sucia pintaba las calles de gris, el correo se retrasó. Contemplaba ella
desde la ventana el alargarse de las sombras hasta la llegada del cenit con el
aliento en los labios, pero después se le ahuecaba el alma en un silencio
inoportuno. Una mañana tras otra, una tercera tras la segunda. Al cuarto día
comenzó a desesperarse. «¿Por qué no me escribes, Frank?», se preguntaba, «¿Qué te lo impide?»
El tiempo
deambuló arrastrando su túnica nefasta sobre las aceras y el vecindario batió
los párpados cariacontecido. Octubre pasó de largo enmudecido y noviembre no
tuvo voz alguna con la que romper la rutina. Cuando las nieves de diciembre
cegaron los cielos tras un fulgor blanco y mortecino, Virginia se temió lo
peor.
Con
el tambaleo del ferrocarril se sacudían las hojas combadas en las esquinas.
Apoyadas en su regazo, las leía una y otra vez, como queriendo encontrar en
ellas una realidad que hubiera desatendido, tratando de recuperar la voz de
Frank tras los párrafos inacabados. La carta del día quince mostraba una panza
especialmente rugosa, tal vez porque en aquellos versos halló con frecuencia consuelo
Virginia. Y la del día veintitrés tenía una mancha descolorida allá donde una
lágrima corroyera su estoicismo. Porque «¿no hubo en ella una cierta desazón?», pensó Virginia, «¿No hubo en ella tristeza?»
Tras
la frialdad de febrero, emergieron las cantinelas fugaces de la primavera.
Luego brotó el otoño y a éste le siguió un nuevo invierno. Así un año tras
otro, con calores tempranos o fríos tardíos.
Por fin, a través de los periódicos supo del final de la guerra.
Regresaron como de entre los escombros los que a ella sobrevivieron: mutilados
algunos, vacíos los más. Pero Frank no volvió.
La
perennidad de aquel silencio, unilateral e impuesto, le carcomía la tibieza, y
en aras del desasosiego tomó una decisión. Con apenas una maleta y treinta y
una cartas manoseadas, se hizo al continente lo mismo que el amado. A
él le instó la contienda. A ella, un corazón desolado.
Recorrió
ciudades derruidas y persiguió el rastro de la muerte, anhelando hallar del otro
extremo la vida. Lo vieron por última vez en Montecassino. Después nada se supo
de él.
Con
las ojeras soliviantadas, volvía a leer Virginia las epístolas, lo mismo que el
viejo rememora los besos robados, igual que el moribundo revisa las últimas
alegrías. En esos renglones habían quedado encerradas sus ilusiones, pintadas
sus esperanzas con una caligrafía irregular. Sus abrazos postreros, sus
caricias nocturnas, sus promesas…construidos en puntos y comas.
«¿Y
si de ti no quedan sino estas notas?», le preguntó al compartimento vacío, «¿Y
si no eres más que un puñado de letras?»
Observaba
a través de la ventana la claridad ambarina de la mañana. ¿Habría sido aquella
misma luz la que describiera Frank en su primera carta? ¿Fue igual a sus ojos
la campiña italiana? Cuando el tren se detuvo tras un chirriar de frenos, tomó
Virginia los legajos y los apretó fuertemente contra el pecho.
Una brisa
veraniega serpenteó por entre sus bucles rojizos al bajar del vagón, y en ella
intuyó el aroma de las verdades inmisericordes.
Con
el rostro desvencijado acudió a unos e interrogó a otros, mendigó cierta
compasión comprometiendo hasta la compostura. No sabían; no recordaban; no
querían contar. Por fin se asomó alguien a su congoja y dijo:
—Te
llevaré hasta él.
El
silencio le devoró el corazón a las puertas del camposanto. Cayó de rodillas
ante el montículo desalmado. Sólo un nombre, sólo una fecha. Frank Meldon; 1 de
Agosto de 1916.
Cuando
el cielo perdió lisura, volvió desvalida a la estación. Sentada en el tren se
aferró a las hojas sucias como el que se aferra a la vida. Portaba un corazón
quebrado y treinta y una cartas de un amor inconcluso.
—Esto es todo lo que me queda de ti —le dijo a la tarde—. Déjame leerte otra vez.
Y la tristeza se volvió de cristal.
* Nació en Melilla, comenzó a escribir ficción en torno a los trece años y nos cuenta que, desde entonces, su necesidad de contar historias ha crecido exponencialmente. La literatura es una de sus grandes pasiones, ya sea en forma de microrrelatos, poesía, relatos cortos o novelas. Ha ganado varios certámenes literarios y muchos de sus relatos han sido seleccionados para participar en diversas antologías. En 2012 publicó su primera novela corta, Noche y niebla. Fue finalista del I Concurso Literario "Vuela la Cometa" con su novela ISHQ. El color de las granadas (Arola Editors, 2015). Finalista del II Concurso Litteratura de Relato.
Y la tristeza se volvió de cristal.
Juan Andrés Moya Montañez |
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