Foto: Jan Saudek, Eine Tanzerin |
—Sí, aló, buenas noches.
—Buenas noches... querida Jeannette... ¿cómo estás?
—Bien... ¿y tú, Raúl, cómo has estado? —dijo la mujer, acomodándose en su asiento.
—¿Yo?... Bueno, tú ya lo sabes... se me ha hecho eterno este fin de semana
sin poder conversar contigo...
La mujer alejó un
instante el teléfono de su oído y puso el brazo en el escritorio para apoyar su
cabeza.
—Mucho... no he podido dejar de hacerlo.
—¿Y qué cosas piensas de mí, o conmigo, Raúl?
—Tantas cosas...
—¿Con ropa o desnuda?
—Bueno, siempre primero es con ropa; conversando, yendo de paseo a la
playa o a un bosque y luego... debo ser sincero... desnuda.
La mujer permanecía
impávida escuchando la descripción lenta, detallada y perfectamente ordenada
que el hombre iba haciendo. Nada de aquello conseguía alterarla. Ni siquiera los
mórbidos detalles de la alucinante y fantasiosa narración de hechos que parecía
siempre estar al límite de lo aberrante, de lo absurdo, de lo grotesco. Ella
parecía conocer perfectamente la geografía de los lugares, los aromas
descritos, el sabor de los brebajes y
todo aquello que inundaba la escena de pasión y desenfreno...
—De nuevo me estás provocando, Raúl, parece que no entiendes que soy una
mujer como cualquiera, hecha de carne y hueso...
El hombre lanzó una larga, fuerte y gozosa
carcajada.
—¿Ves que eres malo?
Tras un instante,
ella recobró la conducción de su relato. Y de nuevo describía aquello de las
ropas dispersas por la cabaña, las películas de adultos en el inmenso televisor
de la sala, la fruta y el licor cubriéndole todo el cuerpo. Ese cuerpo frágil,
pleno de frescor, gracioso y esbelto que una y otra vez la había obligado a
describir y que él, a su vez, escuchaba
del otro lado de la línea con un silencio reverente, pero que inevitablemente
al final siempre interrumpía con sus incontrolables jadeos.
—Te lo he dicho tantas veces.... si a los dos nos gusta lo mismo y
disfrutamos de las mismas cosas, el destino nos ha puesto esta trampa
obligándonos a conocernos, a encontrarnos y querernos para siempre... —dijo el hombre, después de su habitual y extenso monólogo.
—¿Tú crees?
—Jeannette... no creo que haya un solo hombre en la tierra que no ansíe
pasar el resto de sus días con una mujer como tú.
—Pero, Raúl, tú nunca me has visto en persona.
—Pero, Raúl, tú nunca me has visto en persona.
—Eso no tiene ninguna importancia. Conozco tu voz, tus gustos, tus
aficiones, tus inquietudes, tu cuerpo, tu rostro, tu sensualidad... y tu
sexualidad, que siempre ha trastornado mi mundo personal... todo. Jamás me
podría equivocar con una persona con la que he conversado tan íntimamente y
durante tantas horas. Aunque sólo sea por teléfono.
La mujer se echó
para atrás en su asiento y estiró los brazos. Un inmenso y silencioso bostezo
pareció acompañar todos sus movimientos.
—¿Y no has pensado, Raúl, que la voz se puede manejar...?
—Bueno, la voz, claro que sí, pero los sentimientos y las expresiones de
gozo que hemos compartido, dudo que alguien pueda lograrlas sin sentirlas
realmente.
—Es cierto, tienes mucha razón, Raúl.
—Bueno, Jeannette, debo cortar. Tengo el tiempo justo para prepararme e
irme a mi turno, que comienza a la medianoche. Como siempre, ha sido un gusto. Y
piénsalo, quiero que mañana me tengas una respuesta. No deseo que sigas
trabajando, quiero que estés en mi casa cada mañana, esperando a que yo vuelva.
La mujer por primera
vez se detuvo a escuchar y captar el sentido de aquellas palabras. Aquella
última frase pareció mortificarla.
—Adiós, Jeannette.
—Adiós, Jeannette —repitió el hombre.
—Adiós, Raúl —dijo ella, y puso temblorosa el teléfono en su lugar. Dejó, después, que su mirada perdida saliera a través del estrecho espacio de su locutorio para atravesar la ventana y encontrarse con el gris antiguo de los muros del edificio, que ya la noche había comenzado a llenar de fantasmas.
Luego, el empleado acercó la silla de ruedas hasta el lugar donde estaba la anciana y tomó aliento para levantarla y ponerla en el asiento. Después, en el ascensor le espetó:
—Nuevamente se le hizo tarde, abuela.
Luego, el empleado acercó la silla de ruedas hasta el lugar donde estaba la anciana y tomó aliento para levantarla y ponerla en el asiento. Después, en el ascensor le espetó:
—Nuevamente se le hizo tarde, abuela.
Ella giró su cabeza
y le fijó una inconsistente mirada.
—Bueno, creo que este mes le va a ir muy bien con las llamadas de ese cliente —dijo el joven empleado, empujándola hacia la salida del edificio.
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