para Soledad Astromujoff. TQM.
Foto: Jonathan Paye-Layleh, Kpolokpai, Liberia |
Me costó dormirme después. No me dejaba el calor. Soñé con búfalos y el sitio por el que corrían no lograba identificarlo bien. Había estado allí, pero no lo reconocía. Cuando me levanté, a las ocho y treinta y cinco de la mañana, todo estaba oscuro, el día tardaba en nacer. Recordé el libro de Oriana Fallaci. Vietnam. 1967. Lo tenía conmigo y no me atrevía a volver a entrar en sus páginas. El día no acababa de nacer, lo noté por el pobrísimo amago de luz que se colaba por la rendija de la ventana. ¿Dónde andaría Kenia? ¿En que región estaba? ¿Había perdido su violín en el viaje? ¿En Liberia? ¿Por qué Liberia? ¿Por qué?... No sé por qué lo pensé, pero pensé que lo había extraviado en el viaje, que alguna ráfaga de viento se lo arrebató de las manos y lo había lanzado lejos, y ella no podía alcanzar su amado violín. La bella Kenia. Bella en sus palabras y en sus gestos y bella en su compromiso de no abandonar Liberia hasta que la maldita guerra hubiera enterrado sus desesperanzas. El piercing de sus labios me dolía cuando veía sus fotos, y no tenía valor para pensar que un día la desterraría de mis primeros recuerdos, los de la isla, que alguna vez pudiera matarla dentro de mí, aquel paisaje que tenía enfrente me aprisionaba para que así fuera. No quería, pero nada podía hacer para impedirlo. A mediodía la idea de abrir la ventana me tentó, pero fui fuerte, me resistí, mi guerra y la guerra del deseo combatieron durante un rato, pero finalmente se impuso el miedo y no me acerqué a la ventana. Tenía poca comida y pronto tendría que salir.
Septiembre tardó mucho en morir.
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