escaparon
por el primer rayo de sol,
abriéndose
paso entre la nieve.
Fui
uno de aquellos hombres.
Los
copos de nieve nublaron el sueño
corriendo
la cortina magullada de rostros
que
iban atados a una cuerda de presos.
Iban
al cadalso quienes no conseguían huir,
lo
comprendió tu lengua demasiado pronto,
cuando
apartabas las dudas con la complicidad
de
unas manos contorneadas por el acero.
Sufrieron
las bocas una escasez de color blanco.
Ahuyentamos
nuestras manos queriendo besar
los
labios de la muerte encendida de sombras,
que
pasaban sin hacer ruido, buscando su final
por
la piel del toro herido en los ruedos.
¿Era
nuestro sueño, acaso, un país sin esperanza?
Nos
revelaba la lluvia sin propósitos, la última sonrisa
junto
a la mueca del último fusilado. El disparo imborrable
de
tu mismo puño y letra grabando la última puesta de sol
por
la última naranja.
Nos
asesinó la necesidad del olvido en cada desentierro,
entre
un manto espeso de silencios: una terrible bandera
bruñida cara al sol mientras nos conducían como cochinos;
y
despiertos soñábamos con hermosos cuchillos
que
vaciaban el miedo del cadáver sin sepultura.
Escarbamos
el hollín de una noche borracha
que
nos vomitaba una y otra vez
metiendo
sus dedos en nuestras gargantas
para
que la dejáramos en paz.
¿Recuerdas
su súplica?
—Hijo
del mortero, heredarás la paz
una
vez muerta la blanca esperanza.
Y
confundirás el fondo de la nieve
con
los ojos de quien ahora te canta.
Hijo
mío, cuídate de este frío, arropa
a
tu hermano enterrado en la nieve.
Ofrecieron
su amor aquel día abigarrado por el odio:
como
un viento helado, las madres, con sus palabras
nos
conducían entre la niebla, nos daban fuerzas,
golpeaban
los rostros. Abrían en canal los senos
entregando
su leche a la causa del hambriento.
Su
canto era el de las estrellas derrotadas
espejando
su luz al sueño aún por llegar.
Es
incierta la certeza de una derrota no pronunciada.
Regreso
al frío inmóvil de la cuneta: oigo
un
canto nuevo temblando por la cordillera
sobreponiéndose a la derrota.
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