En solidaridad con Valtònyc y Pablo Hasél, que a pesar de no ser punkys y abusar del pareado fácil
(eso sí es un crimen), tienen grandes letras: Los Borbones son unos ladrones y ¡Muerte a los Borbones!
Acuarela de Esther Aguilà |
La violencia del movimiento ha desequilibrado el coche hacia
mi lado, y aprovecho la coyuntura para atraerla aún más hacia mí y entrar hasta
lo más profundo de su garganta. Y casi es un gemido lo que sale de ella: “¡Ay, dios!” Pero reconoce mi excitación y es sólo un segundo, enseguida vuelvo a
estar dentro de sus labios, dentro de su boca, que sube y baja y sube sin cesar...
Descanso la mano derecha sobre su coronilla y ya no la suelto, presionando con mucha
suavidad hacia abajo, cada vez más, siguiendo la cadencia que mis glúteos imponen a la
suspensión del viejo Renault 7, ahora desbocada... y ya no es tanto ella la que
se mueve arriba y abajo sino yo el que entra y sale de su boca, a un ritmo trepidante: cada
vez más rápido, más rápido, más... Me siento palpitar dentro de ella, inflamado,
su cabeza hirviendo bajo mi mano, en una oleada de calor animal que me recorre
la columna de arriba abajo y me atraviesa todo el cuerpo, hasta estallar en su interior.
—¿Tienes un klínex?
Alargo
la mano hacia la guantera y atrapo al vuelo un paquete de pañuelos de papel. La
Niña coge uno para ella y me pasa otro, se limpia el líquido denso que resbala
por su mano, está preciosa con el pelo castaño claro —con algún que otro brillo
cobrizo— despeinado, y aquella gota blanca que permanece aguantando un precario
equilibrio sobre la comisura de sus labios rojos.
Aaah, si
ya lo decía mi pobre padre: bien está lo que bien acaba. Yo también me limpio un
poco, me subo los tejanos y abrocho el cinturón. Cierro la ventanilla, que
empieza a hacer frío, recoloco hacia delante el asiento, arranco, echo marcha
atrás despacito y... ¡crash! Un golpe seco y metálico rompe el silencio de la
noche.
La Niña me mira asustada:
—¿Qué ha pasado?...
La hostia, por lo
que veo por el retrovisor, me acabo de pegar un leñazo guapo contra el lateral
de un auto marrón. ¿Pero qué hace un coche ahí parado, justo detrás del nuestro?
¿Y cuándo ha llegado ahí, si la calle estaba desierta?... ¡Coño, que eso
es un coche de la policía! ¡¿Qué hace un coche patrulla estacionado detrás del
mío, perpendicular al aparcamiento en batería de la esquina montaña de Almogàvers
con Joan d’Austria?!
¡Qué cabrones!, los tíos debían estar
montando un control de alcoholemia, a ver a quién cazaban hoy, un sábado a las cuatro menos veinticinco de la madrugada, entre el tráfico nocturno del recién inaugurado triángulo
golfo de Barcelona, estratégicamente situados al final de la calle Almogàvers, casi
enfrente del Psicódromo, vigilando las llegadas al Zeleste y las salidas del
Ceferino —de donde venimos nosotros—; se deben haber quedado con el percal: “¡¿Has
visto a esos dos, Morales?!”, y no se les ha
ocurrido otra cosa que estacionar con sigilo detrás de nosotros y quedarse a disfrutar del
espectáculo en directo, con discreción, eso sí, como dos señores: en primera
fila del autocine, con pantalla gigante y sensurround... ¡Sólo les faltaban las
palomitas! ¡Qué cabrones, tendría que denunciarles por voyeurismo! Claro que
¿eso está tipificado como delito?... Bueno, chaval, ¿y qué tal si por una vez te comportas,
intentas ser amable y te pones a su disposición?: “¿No necesitará un klínex por
casualidad, señor agente?...”
Hay que fastidiarse, qué poco duran
las alegrías en casa del pobre. Muevo el coche menos de un metro hacia adelante
y echo el freno de mano mientras los maderos salen del suyo, uno de ellos se
queda valorando los daños y perjuicios de la puerta delantera... Ya la hemos
jodido, pienso, ¡cómo se les ocurra hacerme soplar!, y de golpe y porrazo se me
bajan el puntillo y la alegría irracional que llevaba. En fin, vamos allá: meto
la camisa como puedo por dentro del pantalón, me bajo el cuello de la cazadora
de cuero negro y salgo a disculparme:
—Perdone, señor agente —me dirijo al
que ya está ante de mí—, no les había visto...
—¡No se puede salir marcha
atrás sin mirar! —corta el conductor, que se ha quedado apoyado en la puerta
con el micrófono-altavoz color crudo sucio de la Motorola en la mano, y va
pasando los datos de mi matrícula a la central—: B de Barcelona, sí...
—A ver, carné de conducir y
documentación del vehículo —me pide el otro.
Vuelvo
al coche y justo en ese momento, un todoterreno negro con las ventanas bajadas pasa
a toda velocidad frente a nosotros, despertando al barrio entero con la estruendosa música chumba-chumba
que llevan puesta a tope, los pasajeros gritando, el copiloto moviendo el puño frenéticamente
y... ¡un culo pálido y peludo que asoma por la ventanilla trasera, fulgurante en
mitad de la noche! ¡Qué grande, el colega les está haciendo un señor calvo en
toda la cara!
Los
dos maderos se miran entre ellos, me miran, se vuelven a mirar... “¡Vamos,
vamos!”, decide el conductor, se meten corriendo en la tocinera y salen disparados
detrás del cuatro por cuatro. Una chillona sirena azul comienza a desgañitarse por la calle
Joan d’Austria abajo. Vamos, lo que les faltaba a los vecinos para acabar de
animar la noche.
Yo también entro corriendo en el
coche, bendiciendo la buena suerte que por una vez en la vida me sonríe. La
Niña se parte el pecho, mostrando sus paletas de conejo que, junto a los
grandes ojos ambarinos, le dan el aspecto infantil origen de su apodo.
—¿Has visto eso?... ¿De qué te ríes?
—De cómo te ha cambiado la voz,
¡tenías que haberte escuchado!: “Ay, disculpe, señor agente...” ¡Quién te ha
visto y quién te ve, Tigre, si hasta parecías un chico formal y no un antisistema
barriobajero! —Y vuelve a asaltarle la risa, señalando mi entrepierna—: Anda, métete eso.
¿Qué?... Un faldón de mi supercamisa
rosa, con etiqueta blanca incluida, asoma orgulloso por entre la bragueta abierta de los tejanos: los maderos
deben haber flipado pepinillos con mi elegancia innata. Eso sí, por lo menos
oculta a la vista los calzoncillos felinos a rayas negras. Intento arreglar el desbarajuste
mientras la Niña, sardónica, silba una antigua canción de la movida ochentera.
Arranco
y ahora sí salgo marcha atrás chirriando ruedas, a lo grande, para torcer
rápido a la derecha por Almogàvers. Mi chica continua riéndose, así que suelto la maqueta encima del salpicadero (con la habilidad que me
caracteriza, ya la tenía preparada en la mano derecha): una joya del punk que
tuvo el triste honor de sufrir la primera censura policial del estado español
después de la muerte del dictador fascista, y convirtió en héroes antisistema de la lucha por la libertad de expresión a los añorados Iosu y Juanma —que junto a Pako se
chuparon treinta y seis horas de cárcel en estricta aplicación de la ley
antiterrorista—. Era lo suyo, pero para complacer a mi Niña, que hoy se lo
había currado, abro la guantera y me dedico a trastear y rebuscar entre los
casetes, hasta encontrar otra cinta mítica de los años 80, en este caso pop: nada
que ver con un himno legendario del rock radical vasco como Mucha policía,
poca diversión, pero bueno...
—Caballero,
hay que cerrar.
—Pórtese conmigo, fíeme otra más...
—Pórtese conmigo, fíeme otra más...
Y así todas las noches, desafiando al
santísimo,
entre arcadas de lo bebido y convulsiones
nerviosas...
Me salto el semáforo en ámbar, vuelvo a torcer a la
derecha, huyendo en dirección contraria al presumible camino de la pasma —aunque con éstos nunca se sabe—, y pillo la Meridiana, ya más tranquilo... Cuando Germán Coppini empieza
a atacar la cuarta estrofa, sonrío y le busco los ojos a la Niña:
Meto los faldones en el
pantalón,
me aliso en cabello, tarareo
una canción,...
Como sostenía mi viejo, bien está lo
que bien acaba. Qué diablos, sólo se vive una vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario